Cosano, "el excesivo"
Tribuna libre de Rafael Benítez
Cuando yo conocí al juriescribidor Juan Pedro Cosano éramos los dos muy jóvenes; y cuando digo muy jóvenes quiero decir que yo era un niñato, y que Cosano , a pesar de tener prácticamente mi misma edad, ya cultivaba esa apariencia de senador romano a punto de darle matarile a Cesar.
Por aquel entonces, cuando Cosano ya presidía un par de cosas y yo ensuciaba mi curriculum con un fugaz protagonismo político, trabamos un conocimiento que con los años, y a trompicones, hemos convertido, ya que no en amistad, en cariño y sucesivas complicidades.
He titulado "Cosano, el excesivo" para diferenciar a Juan Pedro de sus hermanos que, aun siéndolo, y mucho, no llegan ni aspiran a su desmesura.
Para las cuatro personas que aún no conozcan a nuestro protagonista, yo enmarcaría a Charles Laughton con ropajes de Cardenal renacentista; con esa gordura sonriente, satisfecha y un tanto maligna, de colmillo retorcido. Que parece decir a sus múltiples enemigos “ahí me las den todas”.
Respecto al Cosano escritor, que en una ocasión me regaló a través de su hermano Alvaro –breve y excéntrico alcalde de la calle Caballeros- un librito de poesías y un ladrillo de pirámide titulado Hispania, diría hoy lo mismo que entonces: dile a tu hermano que es un poeta horrible, pero que me he leído las 600 páginas del tocho sin un minuto de desmayo. Nunca jamás volvió a regalarme un libro.
Once años después llegó el Abogado de pobres, de nuevo con el exceso por bandera (putas, felaciones, asesinos de niños, señoritos cabrones, ese cura coadjutor que Lucifer conserve a su diestra…), y ese pulso narrativo, tan preciso como absorvente, que es una bendición para los lectores.
Juan Pedro es uno de esos raros novelistas que, en este país, escriben para deleite del mayor número de lectores posible. Huyendo de esos ejercicios masturbatorios de estilo, y ese toreo de salón a que son tan dados nuestros intelectuales.
Volvería a demostrarlo en Llamé al cielo y no me oyó, la segunda entrega de las andanzas de Pedro Aleman: aunque mas dulcificada, amariconada diría yo – de motu propio o por sugerencia editorial-, la novela mantiene intactos los resortes narrativos de la anterior, y esa trama ramificada con tanto acierto que casi maldices la palabra FIN. De La fuente del oro no puedo hablar todavía.
Ponte el mundo por montera
Y la toga por capote,
Y por la pluma un estoque
Del radio de tu mollera.