viernes. 19.04.2024

Porque en la vejez también hay belleza

Magistrales interpretaciones de Lola Herrera y Juanjo Artero en el Villamarta

De pequeño -quien suscribe hizo parvulario y la EGB- disfruté por largo de un profesor de Lengua que me enseñó -sin antigualla y sin retambufa- el valor prístino de la escritura. No ya por la prescriptiva deontología docente -que también- sino por un alto sentido de la vocación literaria. Respondía -y continúa gravitando en la metonimia de mi remembranza- al nombre de don Manuel de Caso Garrido. Falleció años ha. Don Manuel de Caso me condujo a la liberalizadora estratosfera de la letra escrita, del negro sobre blanco, a la danza clásica del baile del teclado, del tecleo como gimnasia creacionista, del minué del alfabeto...

Gravita en mis recuerdos el primer ejercicio de narración por libre que aquel alto y fornido profesor nos encargó a todo su alumnado. Se trataba de una especie de ensayo corto a propósito de la temática que nos viniera en gana. Apenas sumábamos entonces once añillos de edad. Prohibido a rajatabla los copias y pegas de otros textos más o menos celebérrimos. Don Manuel, lector impenitente, conocedor al dedillo de la literatura comparada, enseguida detectaría la estafa y el gato por liebre. La trampa en cartón mojado. Puntuaba la originalidad del enfoque y, por supuesto, ¡faltaría más!, la calidad morfológica, sintáctica y ortográfica de nuestros (alicortos y dubitativos) trabajos. Don Manuel imponía lo suyo: era maestro a la antigua usanza en la mejor acepción del término. Y los quilates del respeto que dimanaba su portentosa personalidad era directamente proporcional a la responsabilidad de nuestra aplicación en la tarea encomendada…

Quien esto escribe fue niño dado a los libros: esto es: no al chau, chau del populismo cultureta: valga, por ende, decir: sí a la propensión de la lectura como modus vivendi y como modus operandi. Jamás olvidaré el título con el que coroné aquel tembloroso trabajo de escasa investigación y de cuarto y mitad de análisis personal: “La evolución del hombre: de la niñez a la decrepitud”. A tenor de la media sonrisa -pizca ladeada- que trazó en su rostro don Manuel cuando salí a la pizarra a leer mis torpes y de seguro indecisos párrafos… supuse de inmediato que en alguna recóndita medida al menos el título sí ya era -de entrada- de su gusto. Aquella exposición pública contaba de antemano con el plácet (prologal) de mi cicerone literario. No podía contar el yo niño con prefacio más tranquilizador…

Viene toda esta filípica a cuento porque el pasado viernes noche se me vino a las mientes el titulillo de mi narración infantil cuando, asentadas mis posaderas en la fila 16 del Teatro Villamarta -fila de críticos y periodistas-, capté nunca a tientas el trasfondo argumental de la obra -magna donde las haya- “La velocidad del otoño” protagonizada al alimón por dos colosales actores en estado de gracia: Lola Herrera -la señora de la escena- y Juanjo Artero -aquel pipiolo rubiales de la teleserie “Verano Azul” que, andando los años a paso de siete leguas, ha demostrado con creces su virtuosismo interpretativo-. ¿Que el ser humano queme fases, atraviese etapas, supere ciclos vitales… ha de considerarse, ad pedem litterae, una evolución de su razón de ser o por el contrario una involución hacia la terminal de la existencia (no sabemos a ciencia cierta si con solución de continuidad o en cambio con parada sin fonda a la quietud de lo inmanentemente oscuro)? ¿Llegar a la ancianidad es evolutivo o involutivo?

Pongámonos en situación -contextualicemos-siquiera sea a efectos cronológicos. El frío arreciaba, como un témpano que nos acogota a machamartillo, en la noche de un viernes con olor a castaña asada. La bajada de las temperaturas imponía sus máximas en la ingenuidad -en el astroso atrevimiento, en el frugal desafío- de algunos viandantes aún gastando mangas cortas. En Jerez a veces no existen los términos medios. El trajín vespertino estaba sostenido, a pie de calle -de calle Medina, para ser más exactos-, por las conversaciones de tantísimos paseantes pegando el morro a la cuadratura de sus teléfonos inteligentes. Cosas veredes, querido Sancho. Ocho menos cuarto de la tarde. ¿O de la noche? La intuición olía a madrugada. Y sin embargo apenas había parido la anochecida. En la sonoridad muda de la ciudad se aupaban los latines de antaño. El otoño también abriga en la contrafigura de sus escientes estampas añejas.

Ocho menos cinco. El reloj desafía al tempus fugit. La Plaza Romero Martínez es un hervidero de público. La práctica totalidad haciendo gala de sus -más elegantes- ídem. La ocasión la pintaba calva para extraer del armario la ropa de invierno: léase inclusive las más propicias para noches de ópera. No era el caso en sentido lato, el de la ópera quiere decirse, pero sí antes al contrario de una sesión teatral de cinco estrellas. La convocatoria pesaba pepitas de oro de envergadura artística. Aún Villamarta no había abierto sus acristaladas puertas y ya -a ojo de buen cubero- el censo sumaba más de mil espectadores. Se barruntaba, por ende, llenazo no sólo en el patio de butacas. El imán de la maestría actoral de Lola Herrera seguía atrayendo la adhesión impertérrita de innúmeros aficionados a las nobles artes escénicas.

Cuando accedimos al interior del coliseo la aclimatación nos reconforta. Despojémonos, pues, de la cazadora. El programa de mano palpita en su fotografía de portadilla. Los actores -como en un efecto óptico tridimensional- saltan del papel a tu imaginario discursivo. ¿Para configurar una fábula de irreprimibles e imbatibles lecciones morales? Pudiera ser que pudiese. El teatro, como género, no es un subterfugio que zigzaguea en la tentativa esplendente del espectador sino una anticipada indagación en el subconsciente global del aficionado tipo. Para propiciar la más jubilosa y catártica sesión de psicoanálisis colectivo. De lo general a lo individual, como así plumeaba la humanización periodística de sus artículos el gran César González-Ruano.

Los jerezanos son afluentes que ahora dan al río del patio de butacas. Dos chicas acomodan con destreza al respetable. Muchas señoras confunden número de fila con número de butaca. Son -a la postre- números que saltan en el dardo del tablero interno del teatro jerezano. Una predominio de mujeres coetáneas de Lola Herrera concurren con cierta fluidez. La panorámica se puebla de adultez. ¿De tercera edad? Dígase de edad dorada. Me hincha el prurito de aficionado erre que erre. La perdurabilidad del espectáculo teatral viene de muy atrás: la consigna estriba en escalonar los eslabones de las novas generaciones. Hay que perpetuar la afición. Y proyectarla hacia el mañana. Sin duda sobre el criterio de los gestores culturales que programan contenidos de semejante cariz recae la cimera pretensión de conservar e impulsar el continuum del teatro como espigas frescas de un lenguaje sin fecha de caducidad.

Ocho y media. Aún entran los más rezagados. Ya con la prisa asida al pudor formal. Observamos un ambientazo similar al reinante en los anuales Domingos de Pasión, léase Domingo del Pregón de la Semana Santa. A izquierda y derecha toman asiento matrimonios, abuelos, adolescentes -los menos-. Sin embargo no acampa por sus fueros la escandalera. Aquí predomina el saber estar. Todavía restan oportunidades para los selfies de rigor. Al fin y al cabo asistir a una obra teatral de esta índole siempre constituye todo un acontecimiento digno de inmortalización. De consagración en la perpetuidad del pixelado de la fotografía digital.

Ocho horas y treinta y cinco minutos. Se atenúa la intensidad de la luz y gradualmente la oscuridad gana enteros. El telón sube su terciopelo indemne: y arrebola los espacios de limpieza tangible: como un despeje de incógnitas por suelto. La quinta pared cobra protagonismo. Un decorado adusto: sofá con volutas de diván -íbamos a asistir por lo pronto a una ignota sesión de psiquiatría en positivo-, cuadros de molduras sin lienzos, ventanales que dan a los ramajes del árbol de la vida, salón de un piso de segunda planta, penumbras como acechanzas del ocaso vital y una mujer anciana que acuna la duermevela de su soledad… De su pretendida -incluso haciendo alarde de una tenacidad a prueba de bombas- soledad… Es Alejandra. ¿Es la mujer vieja? Es Lola Herrera…

A trancas y barrancas su hijo pequeño, Cris, Cristóbal, a quien no veía desde hacía cuanto menos dos décadas, repecha el tronco del árbol para colarse -nunca de rondón- en el salón sombrío de la casa de su madre. “La velocidad del otoño”, de Eric Coble, es un canto -un grito canoro- a la vida en el crepúsculo de la misma. Pero también una segunda oportunidad para quienes, considerándose jóvenes, no aprovecharon el papel que el destino les brindó ante la inmanencia de la muerte de un prójimo (conocido/cercano o no que fuese). El acoso de la muerte, por ley natural del peso de los años, conlleva y contrae una especie de desentreno en quien la padece. Por falta de antecedentes. Pero asimismo comporta un compromiso de alianza y dignificación de quienes han de asumir el papel de compañeros de los últimos tramos de un tercero. Se trata de la poética conjuntiva del amor entre seres humanos de diferentes generaciones que a la postre han compartido briznas de vida y ahora, llegado siempre el caso, toca turnos de despedida por una de las partes. Ambivalencia experimental que suele darse, Deo volente, entre padres e hijos. Entre una madre, Alejandra, y un hijo, Cris…

A sendos actores se les nota irresueltos y muy cómodos sobre la escena. Con una gigantesca proyección de la voz tan del agrado de los buenos amantes de la oratoria escénica. La cadencia en la pronunciación se agradece desde el minuto uno. Toda frase es entendible. Lola Herrera evidencia su cátedra. Juanjo Artero se crece a medida que el argumento salta del guiño humorístico al tono de veras dramático. Ambos, soberbios de principio a fin. Animales escénicos que otorgan verosimilitud a sus personajes. Sobre el tapete cuestiones éticas a modo de reflexiones punto menos que emocionales: a saber: a) la sabiduría simpaticona de una mujer de larga vida que se aproxima sin ton ni son al final de sus días, b) la tragedia -la impotencia- que desencadena la pérdida de las condiciones físicas e incluso mentales por ley pendular de la edad, c) la necesidad y el derecho adquirido de los ancianos de poder decidir el advenimiento de la muerte tanto en soledad como en el lugar que más deseen -por lo común el propio hogar en detrimento de una residencia-, d) el valor terapéutico de los buenos recuerdos, e) el diálogo -nunca tardío- para el encuentro de uno mismo a través de otra persona allegada, e) la importancia subrayable de la lucha a la hora de mantener la identidad personal hasta la hora nona de la muerte, f) el irrompible amor tácito entre una madre y un hijo que, mudo siempre, ahora se ha verbalizado a favor de la una y del otro y g) el pacto de sangre que, a partir de una razonable concepción de la libertad, revalida la belleza de la vejez.

A veces la vejez asalta de un modo abrupto. Pillando de sorpresa a su presa fácil. Colinda la indignación con la desesperación (no siempre manifiesta). “La velocidad del otoño” derrama lágrimas de privacidad sobre un temperamento tan rudo como desconcertado. Enigmas de una cotidianidad a menudo exasperante. “Él problema eres tú, mamá”, recriminaba Cris a Alejandra. “Estoy envejeciendo: eso es todo”, replicaba la anciana solicitando comprensión. “Estoy envejeciendo y cada día, cada hora, alguien se encarga de recordármelo”. Pero la vejez también es cima. Y es redescubrimiento de una verdad y una beldad serena y vibrante. La del recuento, la del reencuentro, la del reconocimiento, la del agradecimiento. La del deber cumplido. La de la heredad humana al trasluz. La de la sabiduría que sonríe. La del cariño que nos devuelven. La de la confesión in extremis. La de la conciencia que -plena, satisfecha- descansa. “La evolución del hombre: de la niñez a la decrepitud”. Decrepitud es sólo un sustantivo. Lola Herrera así me lo dictó -me lo enseñó- el pasado viernes noche en el Teatro Villamarta.

Porque en la vejez también hay belleza